Tito

La conducta de los creyentes (3, 1-7)

1Recuerda a los creyentes que deben someterse a las autoridades que gobiernan: que las obedezcan y estén prontos a colaborar en todo lo bueno que emprendan;

2que no ofendan a nadie ni se peleen con nadie; que se muestren afables y llenos de dulzura con todo el mundo.

3Porque también nosotros en otro tiempo fuimos irreflexivos y obstinados; anduvimos descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, y vivimos en la maldad y la envidia, odiados de todos y odiándonos unos a otros.

4Pero ahora se han hecho patentes la bondad y el amor que Dios, nuestro Salvador, tiene a los seres humanos.

5Él nos ha salvado no en virtud de nuestras buenas obras, sino por su misericordia; y lo ha hecho por medio del lavamiento que nos hace nacer de nuevo y por medio de la renovación del Espíritu Santo

6que Dios ha derramado sobre nosotros con abundancia a través de nuestro Salvador Jesucristo.

7Restablecidos así por la gracia de Dios en su amistad, hemos sido constituidos herederos con la esperanza de recibir la vida eterna.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: primeras comunidades cristianas

La oración por los  gobernantes, recomendada por San Pablo durante las persecuciones, señala  explícitamente lo que debe garantizar la autoridad política: una vida pacífica y  tranquila, que transcurra con toda piedad y dignidad (1Tm 2,1-2). Los cristianos deben estar « prontos para toda obra buena »  (Tt 3,1), « mostrando una perfecta mansedumbre con todos los hombres » (Tt 3,2), conscientes de haber sido salvados no por sus obras, sino por la  misericordia de Dios. Sin el « baño de regeneración y de renovación del Espíritu  Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo  nuestro Salvador » (Tt 3,5-6), todos los hombres son « insensatos,  desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres,  viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros » (Tt 3,3). No se debe olvidar la miseria de la condición humana, marcada por el  pecado y rescatada por el amor de Dios (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 381).