San Juan Diego Cuahtlatoatzim

Nació alrededor del año 1474 de la estirpe de los indios nativos en el territorio que hoy es México. Testigo de la aparición de la Madre de Dios en la colina del Tepeyac, vecina a la Ciudad de México, consiguió que ahí se edificara una iglesia en honor de la Santísima Virgen María de Guadalupe, donde reposó en el Señor el año de 1548.
Dios escoge lo débil del mundo para confundir a lo fuerte
Juan Pablo II, papa
Decreto de canonización (31 de julio de 2002)
»Exaltó a los humildes» (Lc 1, 52). La mirada de Dios Padre se posó en el humilde indio mexicano, Juan Diego, a quien enriqueció con el don de renacer en Cristo, de contemplar el rostro de María Santísima y de aportar su colaboración para la evangelización de todo el Continente Americano. De lo que se colige cuán ciertas son las palabras con las que el Apóstol Pablo nos enseña la pedagogía divina de realizar su salvación:
«Dios elige a lo innoble y despreciable del mundo, a lo que no es para destruir a lo que es, para que ninguna carne se gloríe en presencia de Dios.» (1 Cor. 2, 28-29). Este bienaventurado, a quien se le asigna el nombre de Cuauhtlatoatzin, que quiere decir «águila que habla», nació en torno al año 1474 en Cuauhtitlan, cabe al Reino de Texcoco. Siendo ya adulto y unido en matrimonio, abrazó el Evangelio y, juntamente con su esposa, fue purificado con el agua bautismal, proponiéndose vivir bajo la luz de la fe y de acuerdo a las obligaciones asumidas ante Dios y la Iglesia.
El mes de diciembre del año 1531, yendo de camino hacia el sitio llamado Tlaltelolco, tuvo la aparición de la verdadera Madre de Dios, quien la mandó que solicitara del Obispo de México la edificación de un templo en el lugar de la aparición. El Obispo, atendiendo a sus instancias, le pidió una prueba evidente de ese admirable suceso. El día 12 de diciembre la Santísima Virgen María se le apareció de nuevo, lo consoló y le mandó que subiera a la cumbre de la del Tepeyac, y que ahí reuniera flores y que se las trajese. Aunque el frío invernal y la aridez del sitio hacían eso imposible, el bienaventurado encontró flores bellísimas, que colocó en su tilma y llevó a la Virgen. Esta le ordenó que las llevara al Obispo como prueba de la verdad. Ante él, Juan Diego desplegó su capa y permitió que cayeran las flores y, en ese momento, apareció en su tejido, maravillosamente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde ese momento se convirtió en el centro espiritual de la nación.
Construido el templo en honor de la Reina de los Cielos, el bienaventurado, movido por su piedad, dejó todo y dedicó su vida a cuidar esa pequeña ermita y a acoger a los peregrinos. Recorrió el camino de la Santidad en la caridad y oración, sacando fuerzas del banquete eucarístico de Nuestro Redentor, del culto a su Madre Santísima, de la comunión con la Santa Iglesia y de la obediencia a los Sacros Pastores. Cuantos lo conocieron quedaron maravillados del esplendor de sus virtudes, sobre todo de su fe, caridad, humildad y desprecio de las cosas terrenales.
Juan Diego observó fielmente el Evangelio en la simplicidad de la vida cotidiana, del todo conciente de que Dios no hace distinción de razas ni culturas y que a todos invita a convertirse en sus hijos. De este modo, el bienaventurado facilitó el camino para que todas las etnias indígenas de México y del Nuevo Mundo se incorporasen a Cristo y la Iglesia. Anduvo siempre con Dios hasta el día supremo, en 1548, en que lo llamó consigo. Su memoria, siempre asociada a la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, superó los siglos y ha alcanzado diversas regiones del Orbe.