San Agustín de Hipona

Obispo y doctor de la Iglesia (354-430).

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 19,2-3
Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así cómo nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.
¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Que dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.
Si te ofreciera un holocausto - dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro hay que quebrantar antes el impuro.
Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
El corazón del justo se gozará en el Señor
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 21,1-4
El justo se alegra con el Señor, espera en él, y se felicitan los rectos de corazón. Esto es lo que hemos cantado con la boca y el corazón. Tales son las palabras que dirige a Dios la mente y la lengua del cristiano: El justo se alegra, no con el mundo, sino con el Señor. Amanece la luz para el justo - dice otro salmo-, y la alegría para los rectos de corazón. Te preguntarás el porqué de esta alegría. En un salmo oyes: El justo se alegra con el Señor, y en otro: Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón.
¿Qué se nos quiere inculcar? ¿Qué se nos da? ¿Qué se nos manda? ¿Qué se nos otorga? Que nos alegremos con el Señor. ¿Quién puede alegrarse con algo que no ve? ¿O es que acaso vemos al Señor? Esto es aún sólo una promesa. Porque, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Guiados por la fe, no por la clara visión. ¿Cuándo llegaremos a la clara visión? Cuando se cumpla lo que dice Juan: Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
Entonces será la alegría plena y perfecta, entonces el gozo completo, cuando ya no tendremos por alimento la leche de la esperanza, sino el manjar sólido de la posesión. Con todo, también ahora, antes de que esta posesión llegue a nosotros, antes de que nosotros lleguemos a esta posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es poca la alegría de la esperanza, que ha de convertirse luego en posesión.
Ahora amamos en esperanza. Por esto, dice el salmo que el justo se alegra con el Señor. Y añade, en seguida, porque no posee aún la clara visión : y espera en él.
Sin embargo, poseemos ya desde ahora las primicias del Espíritu, que son como un acercamiento a aquel a quien amamos, como una previa gustación, aunque tenue, de lo que más tarde hemos de comer y beber ávidamente.
¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos? Pero en realidad no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo, y se te acercará; ámalo, y habitará en ti. El Señor está cerca. Nada os preocupe. ¿Quieres saber en qué medida está en ti, si amas? Dios es amor.
Me dirás: «¿Qué es el amor?» El amor es el hecho mismo de amar. Ahora bien, ¿qué es lo que amamos? El bien inefable, el bien benéfico, el bien creador de todo bien. Sea él tu delicia, ya que de él has recibido todo lo que te deleita. Al decir esto, excluyo el pecado, ya que el pecado es lo único que no has recibido de él. Fuera de pecado, todo lo demás que tienes lo has recibido de él.
El Señor se ha compadecido de nosotros
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 23 A,1-4
Dichosos nosotros, si llevamos a la práctica lo que escuchamos y cantamos. Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo diciendo esto, porque quisiera exhortaros a que no vengáis nunca a la iglesia de manera infructuosa, limitándoos sólo a escuchar lo que allí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque, como dice el Apóstol, estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por ello: «Vayamos al encuentro y premiemos a estos hombres, porque la santidad de su vida lo merece». A Dios le desagradaba nuestra vida, le desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo que él había realizado en nosotros. Por ello, en nosotros, condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que él había obrado.
Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura: Cristo murió por los impíos. Y ¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos, en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.
El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
(Sermón 47, sobre las ovejas, 1.2.3.6: CCL 41,572-573)
Las palabras que hemos cantado expresan nuestra convicción de que somos rebaño de Dios: Él es nuestro Dios, creador nuestro. Él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Los pastores humanos tienen unas ovejas que no han hecho ellos, apacientan un rebaño que no han creado ellos. En cambio, nuestro Dios y Señor, porque es Dios y creador, se hizo él mismo las ovejas que tiene y apacienta. No fue otro quien las creó y él las apacienta, ni es otro quien apacienta las que él creó.
Por tanto, ya que hemos reconocido en este cántico que somos sus ovejas, su pueblo y el rebaño que él guía, oigamos qué es lo que nos dice a nosotros, sus ovejas. Antes hablaba a los pastores, ahora a las ovejas. Por eso, nosotros lo escuchábamos, antes, con temor, vosotros, en cambio, seguros.
¿Cómo lo escucharemos en estas palabras de hoy? ¿Quizá al revés, nosotros seguros y vosotros con temor? No, ciertamente. En primer lugar porque, aunque somos pastores, el pastor no sólo escucha con temor lo que se dice a los pastores, sino también lo que se dice a las ovejas. Si escucha seguro lo que se dice a las ovejas, es porque no se preocupa por las ovejas. Además, ya os dijimos entonces que en nosotros hay que considerar dos cosas: una, que somos cristianos; otra, que somos guardianes. Nuestra condición de guardianes nos coloca entre los pastores, con tal de que seamos buenos. Por nuestra condición de cristianos, somos ovejas igual que vosotros. Por lo cual, tanto si el Señor habla a los pastores como si habla a las ovejas, tenemos que escuchar siempre con temor y con ánimo atento.
Oigamos, pues, hermanos, en qué reprende el Señor a las ovejas descarriadas y qué es lo que promete a sus ovejas. Y vosotros -dice-, sois mis ovejas. En primer lugar, si consideramos, hermanos, qué gran felicidad es ser rebaño de Dios, experimentaremos una gran alegría, aun en medio de estas lágrimas y tribulaciones. Del mismo de quien se dice: Pastor de Israel, se dice también: No duerme ni reposa el guardián de Israel. Él vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuán grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador.
Y a vosotras -dice-, mis ovejas, así dice el Señor Dios: «Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío». ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. Él es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha.
Si buscare agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
(Sermón 47, sobre las ovejas, 12-14: CCL 41,582-584)
Si de algo podemos preciarnos es del testimonio de nuestra conciencia. Hay hombres que juzgan temerariamente, que son detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo que no ven, que se empeñan incluso en pregonar lo que ni sospechan; contra esos tales, ¿qué recurso queda sino el testimonio de nuestra conciencia? Y ni aun en aquellos a los que buscamos agradar, hermanos, buscamos nuestra propia gloria, o al menos no debemos buscarla, sino más bien su salvación, de modo que, siguiendo nuestro ejemplo, si es que nos comportamos rectamente, no se desvíen. Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo; y, si nosotros no somos imitadores de Cristo que tomen al mismo Cristo por modelo. Él es, en efecto, quien apacienta su rebaño, él es el único pastor que lo apacienta por medio de los demás buenos pastores, que lo hacen por delegación suya.
Por tanto, cuando buscamos agradar a los hombres, no buscamos nuestro propio provecho, sino el gozo de los demás, y nosotros nos gozamos de que les agrade lo que es bueno, por el provecho que a ellos les reporta, no por el honor que ello nos reporta a nosotros. Está bien claro contra quiénes dijo el Apóstol: Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo. Como también está claro a quiénes se refería al decir: Procurad contentar en todo a todos, como yo, por mi parte, procuro contentar en todo a todos. Ambas afirmaciones son límpidas, claras y transparentes. Tú limítate a pacer y beber, sin pisotear ni enturbiar.
Conocemos también aquellas palabras del Señor Jesucristo, maestro de los apóstoles: Alumbre vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo, esto es, al que os ha hecho tales. Nosotros somos su pueblo, el rebaño que él guía. Por lo tanto, él ha de ser alabado, ya que él es de quien procede la bondad que pueda haber en ti, y no tú, ya que de ti mismo no puede proceder más que maldad. Sería contradecir a la verdad si quisieras ser tú alabado cuando haces algo bueno, y que el Señor fuera vituperado cuando haces algo malo.
El mismo que dijo: Alumbre vuestra luz a los hombres, dijo también en la misma ocasión: Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres. Y, del mismo modo que estas palabras te parecían contradictorias en boca del Apóstol, así también en el Evangelio. Pero si no enturbias el agua de tu corazón, también en ellas reconocerás la paz de las Escrituras, y participarás tú también de su misma paz.
Procuremos, pues, hermanos, no sólo vivir rectamente, sino también obrar con rectitud delante de los hombres, y no sólo preocuparnos de tener la conciencia tranquila, sino también, en cuanto lo permita nuestra debilidad y la vigilancia de nuestra fragilidad humana, procuremos no hacer nada que pueda hacer sospechar mal a nuestro hermano más débil, no sea que, comiendo hierba limpia y bebiendo un agua pura, pisoteemos los pastos de Dios, y las ovejas más débiles tengan que comer una hierba pisoteada y beber un agua enturbiada.
Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios
 
(Sermón 53, 1-6: Revue bénédictine 104, 1994, 21-24)
No hay que esquivar el combate si se ama el premio. Con la confianza de la recompensa inflámese el ánimo para actuar con alegría. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que suplicamos, vendrá después, pero haz enseguida lo que se nos ordena hacer ahora a causa de lo que vendrá después.
Comienza a recordar las palabras de Dios, no sólo los mandamientos del Evangelio sino también los dones. «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos». El Reino de los cielos será tuyo después; ahora sé pobre de espíritu. ¿Quieres que después sea tuyo el Reino de los cielos? Mira de quién eres ahora. Sé pobre de espíritu. Quizás me preguntes en qué consiste ser pobre de espíritu. El orgulloso no es pobre de espíritu; por tanto, el humilde es pobre de espíritu. El Reino de los cielos está en lo alto, pero el que se humilla será ensalzado.
Escucha lo siguiente: «Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra en herencia». ¿Quieres poseer ya la tierra? Procura no ser poseído por la tierra. La poseerás si eres manso; serás poseído si no eres manso. Cuando escuches el premio propuesto, la posesión de la tierra, no agrandes el bolsillo de la avaricia por la que quieres poseer ahora la tierra, excluyendo incluso a toda costa a tu vecino. ¡Que no te engañe esa manera de pensar! Poseerás verdaderamente la tierra cuando permanezcas unido al que hizo cielo y tierra. Ser manso consiste en no resistirte a tu Dios de modo que, cuando hagas el bien, sea Él mismo quien te agrade, no tú a ti mismo; pero, cuando sufras males justamente, no sea Él quien te desagrade, sino tú a ti mismo. No es poca cosa que, desagradándote a ti, le agrades a Él, pues le desagradarás si te agradas a ti.
Que se abra paso la tarea y el don: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados». Quieres ser saciado. ¿De qué? Si tu cuerpo desea ser saciado, una vez que hayas digerido esa saciedad, volverás a padecer hambre. Jesucristo dice: Quien beba de esta agua, volverá a tener sed. El medicamento aplicado a la herida, si la ha sanado, ya no duele; lo que se aplica contra el hambre, el alimento, se aplica de tal manera que sus efectos duran poco.
Pasada la saciedad, vuelve el hambre. Cada día acude el remedio de la saciedad, pero no se sana la herida de la debilidad. Así pues, tengamos hambre y sed de justicia para que seamos saciados por la justicia misma, de la que ahora tenemos hambre y sed. Seremos saciados de lo que estamos hambrientos y sedientos. Tenga hambre y sed nuestro hombre interior, porque tiene su alimento y bebida adecuados. Jesucristo dice: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Tienes el pan del hambriento; desea también la bebida del sediento, porque en ti está la fuente de la vida.
Escucha lo que sigue: «Bienaventurados los limpios de corazón, es decir los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios». Este es el fin de nuestro amor: el fin por el que somos perfeccionados, no por el que somos consumidos. El alimento tiene un fin, el vestido tiene un fin; el pan porque se consume al comerlo; el vestido porque se perfecciona al tejerlo. Uno y otro tienen un fin: pero un fin concierne a la consunción, y el otro a la perfección. Lo que hacemos, aunque sólo lo que hacemos bien, lo que construimos, lo que con ardor anhelamos de forma loable, lo que deseamos irreprochablemente, lo dejaremos de buscar cuando llegue la visión de Dios. ¿Qué busca el que está junto a Dios? ¿O que bastará a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos ver a Dios, ardemos por ver a Dios. ¿Quién no? Pero observa lo que se dijo: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Prepárate para verlo. Me serviré del ejemplo del cuerpo: ¿por qué deseas la salida del sol cuando tienes los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz será también un gozo; si los ojos no están sanos, la luz será un tormento. No se te dejará ver con el corazón impuro lo que sólo se puede ver con el corazón puro. Serás alejado, serás apartado, no verás.

 

Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
(Sermón 103,1-2.6: PL 38,613.615)
Las palabras del Señor nos advierten que, en medio de la multiplicidad de ocupaciones de este mundo, hay una sola cosa a la que debemos tender. Tender, porque somos todavía peregrinos, no residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro deseo, pero no disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, no cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de tender hacia ella, porque sólo así podremos un día llegar a término.
Marta y María eran dos hermanas, unidas no sólo por su parentesco de sangre, sino también por sus sentimientos de piedad; ambas estaban estrechamente unidas al Señor, ambas le servían durante su vida mortal con idéntico fervor. Marta lo hospedó, como se acostumbra a hospedar a un peregrino cualquiera. Pero, en este caso, era una sirvienta que hospedaba a su Señor, una enferma al Salvador, una criatura al Creador. Le dio hospedaje para alimentar corporalmente a aquel que la había de alimentar con su Espíritu. Porque el Señor quiso tomar la condición de esclavo para así ser alimentado por los esclavos, y ello no por la necesidad, sino por condescendencia, ya que fue realmente una condescendencia el permitir ser alimentado. Su condición humana lo hacía capaz de sentir hambre y sed.
Así, pues, el Señor fue recibido en calidad de huésped, él, que vino a su casa, y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndolos en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: «Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa». No te sepa mal, no te quejes por haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Por lo demás, tú, Marta -dicho sea con tu venia, y bendita seas por tus buenos servicios-, buscas el descanso como recompensa de tu trabajo. Ahora estás ocupada en los mil detalles de tu servicio, quieres alimentar unos cuerpos que son mortales, aunque ciertamente son de santos; pero ¿por ventura, cuando llegues a la patria celestial, hallarás peregrinos a quienes hospedar, hambrientos con quienes partir tu pan, sedientos a quienes dar de beber, enfermos a quienes visitar, litigantes a quienes poner en paz, muertos a quienes enterrar?
Todo esto allí ya no existirá; allí sólo habrá lo que María ha elegido: allí seremos nosotros alimentados, no tendremos que alimentar a los demás. Por esto, allí alcanzará su plenitud y perfección lo que aquí ha elegido María, la que recogía las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor. ¿Quieres saber lo que allí ocurrirá? Dice el mismo Señor, refiriéndose a sus siervos: Os aseguro que los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.
La fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo
San Agustín
Sermón 185
Despiértate: Dios se ha hecho hombre por ti. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz. Por ti precisamente, Dios se ha hecho hombre.
Hubieses muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado, si él no hubiera aceptado la semejanza de la carne del pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si él no hubiera venido.
Celebremos con alegría el advenimiento de nuestra salvación y redención. Celebremos el día afortunado en el que quien era el inmenso y eterno día, que procedía del inmenso y eterno día, descendió hasta este día nuestro tan breve y temporal. Este se convirtió para nosotros en justicia, santificación y redención: y así -como dice la Escritura-: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.
Pues la verdad brota de la tierra: Cristo, que dijo: Yo soy la verdad, nació de una virgen. Y la justicia mira desde el cielo: puesto que, al creer en el que ha nacido, el hombre no se ha encontrado justificado por sí mismo, sino por Dios.
La verdad brota de la tierra: porque la Palabra se hizo carne. Y la justicia mira desde el cielo: porque todo beneficio y todo don perfecto viene de arribaLa verdad brota de la tierra: la carne, de María. Y la justicia mira desde el cielo: porque el hombre no puede recibir nada, si no se lo dan desde el cielo.
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, porque la justicia y la paz se besan. Por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque la verdad brota de la tierraPor él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. No dice: «Nuestra gloria», sino: La gloria de Dios; porque la justicia no procede de nosotros, sino que mira desde el cielo. Por tanto, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, y no en sí mismo.
Por eso, después que la Virgen dio a luz al Señor, el pregón de las voces angélicas fue así: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. ¿Por qué la paz en la tierra, sino porque la verdad brota de la tierra, o sea, Cristo ha nacido de la carne? Y él es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa: para que fuésemos hombres que ama el Señor, unidos suavemente con vínculos de unidad.
Alegrémonos, por tanto, con esta gracia, para que el testimonio de nuestra conciencia constituya nuestra gloria: y no nos gloriemos en nosotros mismos, sino en Dios. Por eso se ha dicho: Tú eres mi gloria, tú mantienes alto mi cabeza. ¿Pues qué gracia de Dios pudo brillar más intensamente para nosotros que ésta: teniendo un Hijo unigénito, hacerlo hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo del hombre hijo de Dios? Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia.
Seremos saciados con la visión de la Palabra
San Agustín
Sermón 194,3-4 (PL 38, 1016-1017)
¿Qué ser humano podría conocer todos los tesoros de sabiduría y de ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Porque, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza. Pues cuando asumió la condición mortal y experimentó la muerte, se mostró pobre: pero prometió riquezas para más adelante, y no perdió las que le habían quitado.
¡Qué inmensidad la de su dulzura, que escondió para los que lo temen, y llevó a cabo para los que esperan en él!
Nuestro conocimientos son ahora parciales, hasta que se cumpla lo que es perfecto. Y para que nos hagamos capaces de alcanzarlo, él, que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo semejante a nosotros en la forma de siervo, para reformarnos a semejanza de Dios: y, convertido en hijo del hombre -él, que era único Hijo de Dios-, convirtió a muchos hijos de los hombres en hijos de Dios; y, habiendo alimentado a aquellos siervos con su forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen la forma de Dios.
Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Pues ¿para qué son aquellos tesoros de sabiduría y de ciencia, para qué sirven aquellas riquezas divinas sino para colmarnos? ¿Y para qué la inmensidad de aquella dulzura sino para saciarnos? Muéstranos al Padre y nos basta.
Y en algún salmo, uno de nosotros, o en nosotros, o por nosotros, le dice: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria. Pues él y el Padre son una misma cosa: y quien lo ve a él ve también al Padre. De modo que el Señor, Dios de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. Volviendo a nosotros, nos mostrará su rostro; y nos salvaremos y quedaremos saciados, y eso nos bastará.
Pero mientras eso no suceda, mientras no nos muestre lo que habrá de bastarnos, mientras no le bebamos como fuente de vida y nos saciemos, mientras tengamos que andar en la fe y peregrinemos lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de justicia y anhelamos con inefable ardor la belleza de la forma de Dios, celebremos con devota obsequiosidad el nacimiento de la forma de siervo.
Si no podemos contemplar todavía al que fue engendrado por el Padre antes que el lucero de la mañana, tratemos de acercarnos al que nació de la Virgen en medio de la noche. No comprendemos aún que su nombre dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.
Todavía no podemos contemplar al Único que permanece en su Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Todavía no estamos preparados para el banquete de nuestro Padre; reconozcamos al menos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.
Cantemos aleluya al Dios bueno que nos libra del mal
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 256,1-3
Cantemos aquí el Aleluya, aun en medio de nuestras dificultades, para que podamos luego cantarlo allá, estando ya seguros. ¿Por qué las dificultades actuales? ¿Vamos a negarlas, cuando el mismo texto sagrado nos dice: El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio? ¿Vamos a negarlas, cuando leemos también: Velad y orad, para no caer en la tentación? ¿Vamos a negarlas, cuando es tan frecuente la tentación, que el mismo Señor nos manda pedir: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores? Cada día hemos de pedir perdón, porque cada día hemos ofendido. ¿Pretenderás que estamos seguros, si cada día hemos de pedir perdón por los pecados, ayuda para los peligros?
Primero decimos, en atención a los pecados pasados: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; luego añadimos, en atención a los peligros futuros: No nos dejes caer en la tentación. ¿Cómo podemos estar ya seguros en el bien, si todos juntos pedimos: Líbranos del mal? Mas con todo, hermanos, aun en medio de este mal, cantemos el Aleluya al Dios bueno que nos libra del mal.
Aun aquí, rodeados de peligros y de tentaciones, no dejemos por eso de cantar todos el Aleluya. Fiel es Dios -dice el Apóstol-, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Por esto, cantemos también aquí el Aleluya. El hombre es todavía pecador, pero Dios es fiel. No dice: «Y no permitirá que seáis probados», sino: No permitirá que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida. Has entrado en la tentación, pero Dios hará que salgas de ella indemne; así, a la manera de una vasija de barro, serás modelado con la predicación y cocido en el fuego de la tribulación. Cuando entres en la tentación, confía que saldrás de ella, porque fiel es Dios: El Señor guarda tus entradas y salidas.
Más adelante, cuando este cuerpo sea hecho inmortal e incorruptible, cesará toda tentación; porque el cuerpo está muerto. ¿Por qué está muerto? Por el pecado. Pero el espíritu vive. ¿Por qué? Por la justificación. Así pues, ¿quedará el cuerpo definitivamente muerto? No, ciertamente; escucha cómo continúa el texto: Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales. Ahora tenemos un cuerpo meramente natural, después lo tendremos espiritual.
¡Feliz el Aleluya que allí entonaremos! Será un Aleluya seguro y sin temor, porque allí no habrá ningún enemigo, no se perderá ningún amigo. Allí, como ahora aquí, resonarán las alabanzas divinas; pero las de aquí proceden de los que están aún en dificultades, las de allá de los que ya están en seguridad; aquí de los que han de morir, allá de los que han de vivir para siempre; aquí de los que esperan, allá de los que ya poseen; aquí de los que están todavía en camino, allá de los que ya han llegado a la patria.
Por tanto, hermanos míos, cantemos ahora, no para deleite de nuestro reposo, sino para alivio de nuestro trabajo. Tal como suelen cantar los caminantes: canta, pero camina; consuélate en el trabajo cantando, pero no te entregues a la pereza; canta y camina a la vez. ¿Qué significa «camina»»? Adelanta, pero en el bien. Porque hay algunos, como dice el Apóstol, que adelantan de mal en peor. Tú, si adelantas, caminas; pero adelanta en el bien, en la fe verdadera, en las buenas costumbres; canta y camina.
Juan era la voz, Cristo es la Palabra
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 293,3
Juan era la voz, pero el Señor es la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz provisional; Cristo, desde el principio, es la Palabra eterna.
Quita la palabra, ¿y qué es la voz? Si no hay concepto, no hay más que un ruido vacío. La voz sin la palabra llega al oído, pero no edifica el corazón.
Pero veamos cómo suceden las cosas en la misma edificación de nuestro corazón. Cuando pienso lo que voy a decir, ya está la palabra presente en mi corazón; pero, si quiero hablarte, busco el modo de hacer llegar a tu corazón lo que está ya en el mío.
Al intentar que llegue hasta ti y se aposente en tu interior la palabra que hay ya en el mío, echo mano de la voz y, mediante ella, te hablo: el sonido de la voz hace Llegar hasta ti el entendimiento de la palabra; y una vez que el sonido de la voz ha llevado hasta ti el concepto, el sonido desaparece, pero la palabra que el sonido condujo hasta ti está ya dentro de tu corazón, sin haber abandonado el mío.
Cuando la palabra ha pasado a ti, ¿no te parece que es el mismo sonido el que está diciendo: Ella tiene que crecer y yo tengo que menguar? El sonido de la voz se dejó sentir para cumplir su tarea y desapareció, como si dijera: Esta alegría mía está colmada. Retengamos la palabra, no perdamos la palabra concebida en la médula del alma. ¿Quieres ver cómo pasa la voz, mientras que la divinidad de la Palabra permanece? ¿Qué ha sido del bautismo de Juan? Cumplió su misión y desapareció. Ahora el que se frecuenta es el bautismo de Cristo. Todos nosotros creemos en Cristo, esperamos la salvación en Cristo: esto es lo que la voz hizo sonar.
Y precisamente porque resulta difícil distinguir la palabra de la voz, tomaron a Juan por el Mesías. La voz fue confundida con la palabra: pero la voz se reconoció a sí misma, para no ofender a la palabra. Dijo: No soy el Mesías, ni Elías, ni el Profeta.
Y cuando le preguntaron: ¿Quién eres?, respondió: Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor». La voz que grita en el desierto, la voz que rompe el silencio. Allanad el camino del Señor, como si dijera: «Yo resueno para introducir la palabra en el corazón; pero ésta no se dignará venir a donde yo trato de introducirla, si no le allanáis el camino».
¿Qué quiere decir: Allanad el camino, sino: «Suplicad debidamente?» ¿Qué significa: Allanad el camino, sino: «Pensad con humildad»? Aprended del mismo Juan un ejemplo de humildad. Le tienen por el Mesías, y niega serlo; no se le ocurre emplear el error ajeno en beneficio propio.
Si hubiera dicho: «Yo soy el Mesías», ¿cómo no lo hubieran creído con la mayor facilidad, si ya le tenían por tal antes de haberlo dicho? Pero no lo dijo: se reconoció a sí mismo, no permitió que lo confundieran, se humilló a sí mismo.
Comprendió dónde tenía su salvación; comprendió que no era más que una antorcha, y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar.
Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
(Sermón 295,1-2.4.7-8: PL 38,1348-1352)
El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.
San Pedro, el primero de los apóstoles, que amaba ardientemente a Cristo, y que llegó a oír de él estas palabras: Ahora te digo yo: Tú eres Pedro. Él había dicho antes: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Cristo le replicó: «Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre esta piedra edificaré esta misma fe que profesas. Sobre esta afirmación que tú has hecho: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi Iglesia. Porque tú eres Pedro». «Pedro» es una palabra que se deriva de «piedra», y no al revés. «Pedro» viene de «piedra», del mismo modo que «cristiano» viene de «Cristo».
El Señor Jesús, antes de su pasión, como sabéis, eligió a sus discípulos, a los que dio el nombre de apóstoles. Entre ellos, Pedro fue el único que representó la totalidad de la Iglesia casi en todas partes. Por ello, en cuanto que él solo representaba en su persona a la totalidad de la Iglesia, pudo escuchar estas palabras: Te daré las llaves del reino de los cielos. Porque estas llaves las recibió no un hombre único, sino la Iglesia única. De ahí la excelencia de la persona de Pedro, en cuanto que él representaba la universalidad y la unidad de la Iglesia, cuando se le dijo: Yo te entrego, tratándose de algo que ha sido entregado a todos. Pues, para que sepáis que la Iglesia ha recibido las llaves del reino de los cielos, escuchad lo que el Señor dice en otro lugar a todos sus apóstoles: Recibid el Espíritu Santo. Y a continuación: A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.
En este mismo sentido, el Señor, después de su resurrección, encomendó también a Pedro sus ovejas para que las apacentara. No es que él fuera el único de los discípulos que tuviera el encargo de apacentar las ovejas del Señor; es que Cristo, por el hecho de referirse a uno solo, quiso significar con ello la unidad de la Iglesia; y, si se dirige a Pedro con preferencia a los demás, es porque Pedro es el primero entre los apóstoles.
No te entristezcas, apóstol; responde una vez, responde dos, responde tres. Venza por tres veces tu profesión de amor, ya que por tres veces el temor venció tu presunción. Tres veces ha de ser desatado lo que por tres veces habías ligado. Desata por el amor lo que habías ligado por el temor.
A pesar de su debilidad, por primera, por segunda y por tercera vez encomendó el Señor sus ovejas a Pedro.
En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa aunque fueran martirizados en días diversos Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina.
Preciosa es la muerte de los mártires, comprada con el precio de la muerte de Cristo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
(Sermón 329, en el natalicio de los mártires, I-2: PL 38,1454-1456)
Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.
Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquél sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.
En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.
Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.
Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.
Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fue por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? Esto es lo que nos enseña el salmo que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles.
En este salmo el autor consideró cuán grandes cosas había recibido del Señor; contempló la grandeza de los dones del Todopoderoso, que lo había creado, que cuando se había perdido lo buscó, que una vez encontrado le dio su perdón, que lo ayudó, cuando luchaba, en su debilidad, que no se apartó en el momento de las pruebas, que lo coronó en la victoria y se le dio a sí mismo como premio; consideró todas estas cosas y exclamó: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de salvación.
¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.
De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.
Por tanto, queridos hermanos, concebid en vuestra mente y en vuestro espíritu lo que no podéis ver con vuestros ojos, y sabed que mucho le place al Señor la muerte de sus fieles.
¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Del libro de las Confesiones (libros 7,10.18;10,27: CSEL 33,157-163.255)
Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.
¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».
Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste todas las cosas.
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.
Alcancemos la sabiduría eterna
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Del libro de las Confesiones (Libro 9,10,23-11,28: CSEL 33,215-219)
Cuando ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas -y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres-, ella dijo:
«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:
«¿Dónde estaba?»
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
«Enterrad aquí a vuestra madre».
Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:
«Mira lo que dice».
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:
«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.
Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.
A ti, Señor, me manifiesto tal como soy
 
Confesiones 10,1-2,2; 5,7
Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como tú me conoces. Fuerza de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga.
Ésta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de deplorar cuanto menos se las deplora. He aquí que amaste la verdad, porque el que realiza la verdad se acerca a la luz. Yo quiero obrar según ella, delante de ti por esta mi confesión, y delante de muchos testigos por éste mi escrito.
Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería esconderte a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora, que mi gemido es un testimonio de que tengo desagrado de mí, tú brillas y me llenas de contento, y eres amado y deseado por mí, hasta el punto de llegar a avergonzarme y desecharme a mí mismo y de elegirte sólo a ti, de manera que en adelante no podré ya complacerme si no es en ti, ni podré serte grato si no es por ti.
Comoquiera, pues, que yo sea, Señor, manifiesto estoy ante ti. También he dicho ya el fruto que produce en mí esta confesión, porque no la hago con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que tomar disgusto de mí; y, cuando soy bueno, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuirme eso a mí, porque tú, Señor, bendices al justo; pero antes de ello haces justo al impío. Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, es a la vez callada y clamorosa: callada en cuanto que se hace sin ruido de palabras, pero clamorosa en cuanto al clamor con que clama el afecto.
Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque ninguno de los hombres conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él, con todo, hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita dentro de él; pero tú, Señor, conoces todas sus cosas, porque tú lo has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y me tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí.
Ciertamente ahora te vemos confusamente en un espejo, aún no cara a cara; y así, mientras peregrino fuera de ti, me siento más presente a mí mismo que a ti; y sé que no puedo de ningún modo violar el misterio que te envuelve; en cambio, ignoro a qué tentaciones podré yo resistir y a cuáles no podré, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tentados más de lo que podamos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos resistir.
Confiese, pues, yo lo que sé de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en mediodía ante tu presencia.

 

Toda mi esperanza está puesta en tu gran misericordia
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Confesiones 10,26,37-29,40
Señor, ¿dónde te hallé para conocerte -porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese-, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti mismo, lo cual estaba muy por encima de mis fuerzas? Pero esto fue independientemente de todo lugar, pues nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, esto se lleva a cabo sin importar el lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan y, a un mismo tiempo, respondes a todos los que te interrogan sobre las cosas más diversas.
Tú respondes claramente, pero no todos te escuchan con claridad. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren. Optimo servidor tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera, cuanto a querer aquello que de ti escuchare.
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.
Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti. Tú, al que llenas de ti, lo elevas, mas, como yo aún no me he llenado de ti, soy todavía para mí mismo una carga. Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de ser aplaudidas, y no sé de qué parte está la victoria.
¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Contienden también mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé a quién se ha de inclinar el triunfo. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y yo soy miserable.
¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo un servicio? ¿Quién hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlo. Porque, aunque goce en tolerarlo, más quisiera, sin embargo, que no hubiese qué tolerar. En las cosas adversas deseo las prósperas, en las cosas prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar intermedio hay entre estas cosas, en el que la vida humana no sea una lucha? ¡Ay de las prosperidades del mundo, pues están continuamente amenazadas por el temor de que sobrevenga la adversidad y se esfume la alegría! ¡Ay de las adversidades del mundo, una, dos y tres veces, pues están continuamente aguijoneadas por el deseo de la prosperidad, siendo dura la misma adversidad y poniendo en peligro la paciencia! ¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo sin interrupción un servicio?
Pero toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia.
Cristo murió por todos
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Confesiones 10,32,68-70
Señor, el verdadero mediador que por tu secreta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que lo situaba entre los pecadores mortales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuanto hombre, y era justo en cuanto Dios. Y así, puesto que la justicia origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es propia en cuanto que es Dios destruyó la muerte de los impíos al justificarlos, esa muerte que se dignó tener en común con ellos.
¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre entre los muertos, tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.
Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está sentado a tu diestra y que intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.
Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos.
He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda contemplar las maravillas de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, me redimió con su sangre. No me opriman los insolentes; que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo y, aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que le buscan
El mandamiento nuevo
 
Sobre el evangelio de San Juan (Tratado 65,1-3: CCL 36,490-492)
El Señor Jesús pone de manifiesto que lo que da a sus discípulos es un nuevo mandamiento, que se amen unos a otros: Os doy, dice, un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros.
¿Pero acaso este mandamiento no se encontraba ya en la ley antigua, en la que estaba escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué lo llama entonces nuevo el Señor, si está tan claro que era antiguo? ¿No será que es nuevo porque nos viste del hombre nuevo después de despojarnos del antiguo? Porque no es cualquier amor el que renueva al que oye, o mejor al que obedece, sino aquel a cuyo propósito añadió el Señor, para distinguirlo del amor puramente carnal: como yo os he amado.
Éste es el amor que nos renueva, y nos hace ser hombres nuevos, herederos del nuevo Testamento, intérpretes de un cántico nuevo. Este amor, hermanos queridos, renovó ya a los antiguos justos, a los patriarcas y a los profetas, y luego a los bienaventurados apóstoles; ahora renueva a los gentiles, y hace de todo el género humano, extendido por el universo entero, un único pueblo nuevo, el cuerpo de la nueva esposa del Hijo de Dios, de la que se dice en el Cantar de los Cantares: ¿Quién es ésa que sube del desierto vestida de blanco? Sí, vestida de blanco, porque ha sido renovada; ¿y qué es lo que la ha renovado sino el mandamiento nuevo?
Porque, en la Iglesia, los miembros se preocupan unos por otros; y si padece uno de ellos, se compadecen todos los demás, y si uno de ellos se ve glorificado, todos los otros se congratulan. La Iglesia, en verdad, escucha y guarda estas palabras: Os doy un mandato nuevo: que os améis mutuamente. No como se aman quienes viven en la corrupción de la carne, ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres; sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que él los amó, para conducirlos a todos a aquel fin que les satisfaga, donde su anhelo de bienes encuentre su saciedad. Porque no quedará ningún anhelo por saciar cuando Dios lo sea todo en todos.
Este amor nos lo otorga el mismo que dijo : como yo os he amado, amaos también entre vosotros. Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos los unos a los otros; y con su amor hizo posible que nos ligáramos estrechamente, y como miembros unidos por tan dulce vínculo, formemos el cuerpo de tan espléndida cabeza.
El doble precepto de la caridad
San Agustín
Tratado sobre el evangelio de san Juan 17,7-9
Vino el Señor mismo, como doctor en caridad, rebosante de ella, compendiando, como de él se predijo, la palabra sobre la tierra, y puso de manifiesto que tanto la ley como los profetas radican en los dos preceptos de la caridad.
Recordad conmigo, hermanos, aquellos dos preceptos. Pues, en efecto, tienen que seros en extremo familiares, y no sólo veniros a la memoria cuando ahora os los recordamos, sino que deben permanecer siempre grabados en vuestros corazones. Nunca olvidéis que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a sí mismo.
He aquí lo que hay que pensar y meditar, lo que hay que mantener vivo en el pensamiento y en la acción, lo que hay que llevar hasta el fin. El amor de Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor del prójimo es el primero en el rango de la acción. Pues el que te puso este amor en dos preceptos no había de proponer primero al prójimo y luego a Dios, sino al revés, a Dios primero y al prójimo después.
Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verlo; con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como sin lugar a dudas dice Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.
Que no es más que una manera de decirte: Ama a Dios. Y si me dices: «Señálame a quién he de amar», ¿qué otra cosa he de responderte sino lo que dice el mismo Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás? Y para que no se te ocurra creerte totalmente ajeno a la visión de Dios: Dios, dice, es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios. Ama por tanto al prójimo, y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios.
Comienza, pues, por amar al prójimo. Parte tu pan con el hambriento, y hospeda a los pobres sin techo; viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne.
¿Qué será lo que consigas si haces esto? Entonces romperá tu luz como la aurora. Tu luz, que es tu Dios, tu aurora, que vendrá hacia ti tras la noche de este mundo; pues Dios ni surge ni se pone, sino que siempre permanece.
Al amar a tu prójimo y cuidarte de él, vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas sino hacia el Señor Dios, el mismo a quien tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser? Es verdad que no hemos llegado todavía hasta nuestro Señor, pero sí que tenemos con nosotros al prójimo. Ayuda, por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta aquel con quien deseas quedarte para siempre.
Yo salvaré a mi pueblo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Tratados sobre el evangelio de san Juan 26,4-6
Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre. No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. Ni debemos temer el reproche que, en razón de estas palabras evangélicas de la Escritura, pudieran hacernos algunos hombres, los cuales, fijándose sólo en la materialidad de las palabras, están muy ajenos al verdadero sentido de las cosas divinas. En efecto, tal vez nos dirán: «¿Cómo puedo creer libremente si soy atraído?» Y yo les respondo: «Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer».
¿Qué significa ser atraídos con placer? Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Existe un apetito en el alma al que este pan del cielo le sabe dulcísimo. Por otra parte, si el poeta pudo decir: «Cada cual va en pos de su apetito», no por necesidad, sino por placer, no por obligación, sino por gusto, ¿no podremos decir nosotros, con mayor razón, que el hombre se siente atraído por Cristo, si sabemos que el deleite del hombre es la verdad, la justicia, la vida sin fin, y todo esto es Cristo?
¿Acaso tendrán los sentidos su deleite y dejará de tenerlos el alma? Si el alma no tuviera sus deleites, ¿cómo podría decirse: Los humanos se acogen a la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz?
Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un tal corazón, y asentirá en lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, éste nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo.
Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que «cada cual va en pos de su apetito», ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? ¿Qué otra cosa desea nuestra alma con más vehemencia que la verdad? ¿De qué otra cosa el hombre está más hambriento? Y ¿para qué desea tener sano el paladar de la inteligencia sino para descubrir y juzgar lo que es verdadero, para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad y la eternidad?
«Dichosos, por tanto -dice-, los que tienen hambre y sed de la justicia - entiende, aquí en la tierra-, porque -allí, en el cielo- ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aquello en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos, porque yo los resucitaré en el último día».
Los de fuera, lo quieran o no, son hermanos nuestros
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
(Comentario sobre los salmos 32,29; CCL 38,272-273)
Hermanos, os exhortamos vivamente a que tengáis caridad no sólo para con vosotros mismos, sino también para con los de fuera, ya se trate de los paganos, que todavía no creen en Cristo, ya de los que están separados de nosotros, que reconocen a Cristo como cabeza, igual que nosotros, pero están divididos de su cuerpo. Deploremos, hermanos, su suerte, sabiendo que se trata de nuestros hermanos. Lo quieran o no, son hermanos nuestros. Dejarían de serlo si dejaran de decir: Padre nuestro.
Dijo de algunos el profeta: A los que os dicen: «No sois hermanos nuestros», decidles: «Sois hermanos nuestros». Atended a quiénes se refería al decir esto. ¿Por ventura a los paganos? No, porque, según el modo de hablar de las Escrituras y de la Iglesia, no los llamamos hermanos. ¿Por ventura a los judíos, que no creyeron en Cristo?
Leed los escritos del Apóstol, y veréis que, cuando dice «hermanos» sin más, se refiere únicamente a los cristianos: Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano?, o ¿por qué desprecias a tu hermano? Y dice también en otro lugar: Sois injustos y ladrones, y eso con hermanos vuestros.
Ésos, pues, que dicen: «No sois hermanos nuestros», nos llaman paganos. Por esto, quieren bautizarnos de nuevo, pues dicen que nosotros no tenemos lo que ellos dan. Por esto, es lógico su error, al negar que nosotros somos sus hermanos. Mas, ¿por qué nos dijo el profeta, Decidles: «Sois hermanos nuestros», sino porque admitimos como bueno su bautismo y por esto no lo repetimos? Ellos, al no admitir nuestro bautismo, niegan que seamos hermanos suyos; en cambio, nosotros, que no repetimos su bautismo, porque lo reconocemos igual al nuestro, les decimos: Sois hermanos nuestros.
Si ellos nos dicen: «¿Por qué nos buscáis, para qué nos queréis?», les respondemos: Sois hermanos nuestros. Si dicen: «Apartaos de nosotros, no tenemos nada que ver con vosotros», nosotros sí que tenemos que ver con ellos: si reconocemos al mismo Cristo, debemos estar unidos en un mismo cuerpo y bajo una misma cabeza.
Os conjuramos, pues, hermanos, por las entrañas de caridad, con cuya leche nos nutrimos, con cuyo pan nos fortalecemos, os conjuramos por Cristo, nuestro Señor, por su mansedumbre, a que usemos con ellos de una gran caridad, de una abundante misericordia, rogando a Dios por ellos, para que les dé finalmente un recto sentir, para que reflexionen y se den cuenta que no tienen en absoluto nada que decir contra la verdad; lo único que les queda es la enfermedad de su animosidad, enfermedad tanto más débil cuanto más fuerte se cree. Oremos por los débiles, por los que juzgan según la carne, por los que obran de un modo puramente humano, que son, sin embargo, hermanos nuestros, pues celebran los mismos sacramentos que nosotros, aunque no con nosotros, que responden un mismo Amén que nosotros, aunque no con nosotros; prodigad ante Dios por ellos lo más entrañable de vuestra caridad.
Vamos a subir al monte del Señor
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Comentario sobre los salmos 47, 7
Lo que habíamos oído lo hemos visto. ¡Oh bienaventurada Iglesia! En un tiempo oíste, en otro viste. Oíste en el tiempo de las promesas, viste en el tiempo de su realización; oíste en el tiempo de las profecías, viste en el tiempo del Evangelio. En efecto, todo lo que ahora se cumple había sido antes profetizado. Levanta, pues, tus ojos y esparce tu mirada por todo el mundo; contempla la heredad del Señor difundida ya hasta los confines del orbe; ve cómo se ha cumplido ya aquella predicción: Que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan. Y aquella otra: Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria. Mira a aquel cuyas manos y pies fueron traspasados por los clavos, cuyos huesos pudieron contarse cuando pendía en la cruz, cuyas vestiduras fueron sorteadas; mira cómo reina ahora el mismo que ellos vieron pendiente de la cruz. Ve cómo se cumplen aquellas palabras: Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia de postrarán las familias de los pueblos. Y, viendo esto, exclama lleno de gozo: Lo que habíamos oído lo hemos visto.
Con razón se aplican a la Iglesia llamada de entre los gentiles las palabras del salmo: Escucha, hija, mira: olvida tu pueblo y la casa paterna. Escucha y mira: primero escuchas lo que no ves, luego verás lo que escuchaste. Un pueblo extraño - dice otro salmo- fue mi vasallo; me escuchaban y me obedecían. Si obedecían porque escuchaban es señal de que no veían. ¿Y cómo hay que entender aquellas palabras: Verán algo que no les ha sido anunciado y entenderán sin haber oído? Aquellos a los que no habían sido enviados los profetas, los que anteriormente no pudieron oírlos, luego, cuando los oyeron, los entendieron y se llenaron de admiración. Aquellos otros, en cambio, a los que habían sido enviados, aunque tenían sus palabras por escrito, se quedaron en ayunas de su significado y, aunque tenían las tablas de la ley, no poseyeron la heredad. Pero nosotros, lo que habíamos oído lo hemos visto.
En la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios. Aquí es donde hemos oído y visto. Dios la ha fundado para siempre. No se engrían los que dicen: El Mesías está aquí o está allí. El que dice: Está aquí o está allí induce a división. Dios ha prometido la unidad: los reyes se alían, no se dividen en facciones. Y esta ciudad, centro de unión del mundo, no puede en modo alguno ser destruida: Dios la ha fundado para siempre. Por tanto, si Dios la ha fundado para siempre, no hay temor de que cedan sus cimientos.
No pongamos resistencia a su primera venida, y no temeremos la segunda
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Comentarios sobre los salmos 95,14.1
Aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra. Vino una primera vez, pero vendrá de nuevo. En su primera venida, pronunció estas palabras que leemos en el Evangelio: Desde ahora veréis que el Hijo del hombre viene sobre las nubes. ¿Qué significa: Desde ahora? ¿Acaso no ha de venir más tarde el Señor, cuando prorrumpirán en llanto todos los pueblos de la tierra? Primero vino en la persona de sus predicadores, y llenó todo el orbe de la tierra. No pongamos resistencia a su primera venida, y no temeremos la segunda.
¿Qué debe hacer el cristiano, por tanto? Servirse de este mundo, no servirlo a él. ¿Qué quiere decir esto? Que los que tienen han de vivir como si no tuvieran, según las palabras del Apóstol: Digo esto, hermanos: que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina. Quiero que os ahorréis preocupaciones. El que se ve libre de preocupaciones espera seguro la venida de su Señor. En esto, ¿qué clase de amor a Cristo es el de aquel que teme su venida? ¿No nos da vergüenza, hermanos? Lo amamos y, sin embargo, tememos su venida.
¿De verdad lo amamos? ¿No será más bien que amamos nuestros pecados? Odiemos el pecado, y amemos al que ha de venir a castigar el pecado. Él vendrá, lo queramos o no; el hecho de que no venga ahora no significa que no haya de venir más tarde. Vendrá, y no sabemos cuando; pero, si nos halla preparados, en nada nos perjudica esta ignorancia.
Aclamen los árboles del bosque. Vino la primera vez, y vendrá de nuevo a juzgar a la tierra; hallará aclamándolo con gozo, porque ya llega, a los que creyeron en su primera venida.
Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad. ¿Qué significan esta justicia y esta fidelidad? En el momento de juzgar reunirá junto a sí a sus elegidos y apartará de sí a los demás, ya que pondrá a unos a la derecha y a otros a la izquierda. ¿Qué más justo y equitativo que no esperen misericordia del juez aquellos que no quisieron practicar la misericordia antes de la venida del juez? En cambio, los que se esforzaron en practicar la misericordia serán juzgados con misericordia. Dirá, en efecto, a los de su derecha: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Y les tendrá en cuenta sus obras de misericordia: Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, y lo que sigue.
Y a los de su izquierda ¿qué es lo que les tendrá en cuenta? Que no quisieron practicar la misericordia. ¿Y a dónde irán? Id al fuego eterno. Esta mala noticia provocará en ellos grandes gemidos. Pero, ¿qué dice otro salmo? El recuerdo del justo será perpetuo. No temerá la malas noticias. ¿Cuál es la mala noticia? Id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Los que se alegrarán por la buena noticia no temerán la mala. Ésta es la justicia y la fidelidad de que habla el salmo.
¿Acaso, porque tú eres injusto, el juez no será justo? O, ¿porque tú eres mendaz, no será veraz el que es la verdad en persona? Pero, si quieres alcanzar misericordia, sé tú misericordioso antes de que venga: perdona los agravios recibidos, da de lo que te sobra. Lo que das ¿de quién es sino de él? Si dieras de lo tuyo, sería generosidad, pero porque das de lo suyo es devolución. ¿Tienes algo que no hayas recibido? Éstas son las víctimas agradables a Dios: la misericordia, la humildad, la alabanza, la paz, la caridad. Si se las presentamos, entonces podremos esperar seguros la venida del juez que regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad.
Las promesas de Dios se nos conceden por su Hijo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Comentario sobre los salmos 109,1-3
Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento.
El período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos.
Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles, la herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte, gracias a la resurrección de los muertos. Esta ultima es como su promesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tampoco silenció en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y prometido.
Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación.
Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o arcángel sino a su Hijo único. Por medio de éste había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por él.
Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.
Todo esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue creído.
El Señor Jesucristo es el verdadero Salomón
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Comentario sobre los salmos 126,2
El templo que Salomón edificó para el Señor era tipo y figura de la futura Iglesia, que es el cuerpo del Señor, tal como dice en el Evangelio: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Del mismo modo que Salomón edificó aquel templo, se edificó también un templo el verdadero Salomón, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero pacífico. Porque hay que saber que el nombre de Salomón significa «Pacífico», y el verdadero pacífico es Jesucristo, de quien dice el Apóstol: Él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Él es el verdadero pacífico que unió en su persona, constituyéndose en piedra angular, los dos muros que provenían de partes opuestas, a saber, el pueblo de los creyentes que provenían de la circuncisión, y el pueblo de los creyentes que provenían de la gentilidad incircuncisa; de ambos pueblos hizo una sola Iglesia, de la que es piedra angular, y por esto es el verdadero pacífico.
Cristo es el verdadero Salomón, y aquel otro Salomón, hijo de David, engendrado de Betsabé, rey de Israel, era figura de este Rey pacífico. Por esto, el salmo, para que pienses más bien en el nuevo Salomón, que es quien edificó la verdadera casa de Dios, empieza con estas palabras: Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. El Señor es, por tanto, quien construye la casa, es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si él no construye, en vano se cansan los albañiles.
¿Quiénes son los que trabajan en esta construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, construyeron otros; pero, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. Por esto, los apóstoles, y más en concreto Pablo, al ver que algunos se desmoronaban, dice: Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles. Como sabía que él mismo era edificado interiormente por el Señor, por esto se lamentaba por aquéllos, por el temor de haber trabajado en ellos inútilmente. Nosotros, por tanto, os hablamos desde el exterior, pero es él quien edifica desde dentro. Nosotros podemos saber cómo escucháis, pero cómo pensáis sólo puede saberlo aquel que ve vuestros pensamientos. Es él quien edifica, quien amonesta, quien amedrenta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a la fe; aunque nosotros cooperamos también con nuestro esfuerzo.
El que persevere hasta el final se salvará
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón Caillau Saint-Yves 2, 92
Todas las aflicciones y tribulaciones que nos sobrevienen pueden servirnos de advertencia y corrección a la vez. Pues nuestras mismas sagradas Escrituras no nos garantizan la paz, la seguridad y el descanso. Al contrario, el Evangelio nos habla de tribulaciones, apuros y escándalos; pero el que persevere hasta el final se salvará. Pues, ¿qué bienes ha tenido esta nuestra vida, ya desde el primer hombre, que nos mereció la muerte y la maldición, de la que sólo Cristo, nuestro Señor, pudo librarnos?
No protestéis, pues, queridos hermanos, como protestaron algunos de ellos - son palabras del Apóstol-, y perecieron víctimas de las serpientes. ¿O es que ahora tenemos que sufrir desgracias tan extraordinarias que no las han sufrido, ni parecidas, nuestros antepasados? ¿O no nos damos cuenta, al sufrirlas, de que se diferencian muy poco de las suyas? Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos.
Una vez que has sido rescatado de la maldición, y has creído en Cristo, y estás empapado en las sagradas Escrituras, o por lo menos tienes algún conocimiento de ellas, creo que no tienes motivo para decir que fueron buenos los tiempos de Adán. También tus padres tuvieron que sufrir las consecuencias de Adán. Porque Adán es aquel a quien se dijo: Con sudor de tu frente comerás el pan, y labrarás la tierra, de donde te sacaron; brotará para ti cardos y espinas. Éste es el merecido castigo que el justo juicio de Dios le fulminó. ¿Por qué, pues, has de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor que los actuales? Desde el primer Adán hasta el Adán de hoy, ésta es la perspectiva humana: trabajo y sudor, espinas y cardos. ¿Se ha desencadenado sobre nosotros algún diluvio? ¿Hemos tenido aquellos difíciles tiempos de hambre y de guerras? Precisamente nos los refiere la historia para que nos abstengamos de protestar contra Dios en los tiempos actuales.
¡Qué tiempos tan terribles fueron aquéllos! ¿No nos hace temblar el solo hecho de escucharlos o leerlos? Así es que tenemos más motivos para alegrarnos de vivir en este tiempo que para quejarnos de él.
Somos cristianos y somos obispos
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,1-2
No acabáis de aprender ahora precisamente que toda nuestra esperanza radica en Cristo y que él es toda nuestra verdadera y saludable gloria, pues pertenecéis a la grey de aquel que dirige y apacienta a Israel. Pero, ya que hay pastores a quienes les gusta que les llamen pastores, pero que no quieren cumplir con su oficio, tratemos de examinar lo que se les dice por medio del profeta. Vosotros escuchad con atención, y nosotros escuchemos con temor.
Me vino esta palabra del Señor: «Hijo de Adán, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza diciéndoles». Acabamos de escuchar esta lectura; ahora podemos comentarla con vosotros. El Señor nos ayudará a decir cosas que sean verdaderas, en vez de decir cosas que sólo sean nuestras. Pues, si sólo dijésemos las nuestras, seríamos pastores que nos estaríamos apacentando a nosotros mismos, y no a las ovejas; en cambio, si lo que decimos es suyo, él es quien os apacienta, sea por medio de quien sea. Esto dice el Señor: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?» Es decir, que no tienen que apacentarse a sí mismos, sino a las ovejas. Ésta es la primera acusación dirigida contra estos pastores, la de que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas. ¿Y quiénes son ésos que se apacientan a sí mismos? Los mismos de los que dice el Apóstol: Todos sin excepción buscan su interés, no el de Jesucristo.
Por nuestra parte, nosotros que nos encontramos en este ministerio, del que tendremos que rendir una peligrosa cuenta, y en el que nos puso el Señor según su dignación y no según nuestros méritos, hemos de distinguir claramente dos cosas completamente distintas: la primera, que somos cristianos, y, la segunda, que somos obispos. Lo de ser cristianos es por nuestro propio bien; lo de ser obispos, por el vuestro. En el hecho de ser cristianos, se ha de mirar a nuestra utilidad; en el hecho de ser obispos, la vuestra únicamente.
Son muchos los cristianos que no son obispos y llegan a Dios quizás por un camino más fácil y moviéndose con tanta mayor agilidad, cuanto que llevan a la espalda un peso menor. Nosotros, en cambio, además de ser cristianos, por lo que habremos de rendir a Dios cuentas de nuestra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuenta a Dios del cumplimiento de nuestro ministerio.
Los pastores que se apacientan a sí mismos
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,3-4
Oigamos, pues, lo que la palabra divina, sin halagos para nadie, dice a los pastores que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas: Os coméis su enjundia, os vestís con su lana; matáis las más gordas y, las ovejas, no las apacentáis. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se desperdigaron y fueron pasto de las fieras del campo.
Se acusa a los pastores que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas, por lo que buscan y lo que descuidan. ¿Qué es lo que buscan? Os coméis su enjundia, os vestís con su lana. Pero por qué dice el Apóstol: ¿Quién planta una viña, y no come de su fruto? ¿Qué pastor no se alimenta de la leche del rebaño? Palabras en las que vemos que se llama leche del rebaño a lo que el pueblo de Dios da a sus responsables para su sustento temporal. De eso hablaba el Apóstol cuando decía lo que acabamos de referir.
Ya que el Apóstol, aunque había preferido vivir del trabajo de sus manos y no exigir de las ovejas ni siquiera su leche, sin embargo, afirmó su derecho a percibir aquella leche, pues el Señor había dispuesto que los que anuncian el Evangelio vivan de él. Y, por eso, dice que otros de sus compañeros de apostolado habían hecho uso de aquella facultad, no usurpada sino concedida. Pero él fue más allá y no quiso recibir siquiera lo que se le debía. Renunció, por tanto, a su derecho, pero no por eso los otros exigieron algo indebido: simplemente, fue más allá. Quizás pueda relacionarse con esto lo de aquel hombre que dijo, al conducir al herido a la posada: Lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.
¿Y qué más vamos a decir de aquellos pastores que no necesitan la leche del rebaño? Que son misericordiosos, o mejor, que desempeñan con más largueza su deber de misericordia. Pueden hacerlo, y por esto lo hacen. Han de ser alabados por ello, sin por eso condenar a los otros. Pues el Apóstol mismo, que no exigía lo que era un derecho suyo, deseaba, sin embargo, que las ovejas fueran productivas, y no estériles y faltadas de leche.
El ejemplo de Pablo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,4-5
En una ocasión en que Pablo se encontraba en una gran indigencia, preso por la confesión de la verdad, los hermanos le enviaron con qué remediar su indigente necesidad. El les dio las gracias y les dijo: Al socorrer mis necesidades, habéis obrado bien. Yo he aprendido a arreglarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y abundancia. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación.
Porque trataba de darles a entender lo que se proponía, a propósito del bien que ellos habían hecho, y no quería ser entre ellos uno de esos que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas, por eso, más que alegrarse de que hubiesen acudido a remediar su necesidad, quiso congratularse de su fecundidad en buenas obras. ¿Qué era entonces lo que pretendía? No es que yo busque regalos, busco que los intereses se acumulen en vuestra cuenta. «Y no para quedar yo repleto -venía a decirles-, sino para que vosotros no os quedéis desprovistos».
Así, pues, quienes no puedan, como Pablo, sostenerse con el trabajo de sus manos, no duden en aceptar la leche de las ovejas, para sustentarse en sus necesidades, pero que no se olviden de las ovejas débiles. No han de buscar esto como ventaja suya, como si anunciasen el Evangelio para remedio de su pobreza, sino con el fin de poder entregarse a la preparación de la palabra de verdad con la que han de iluminar a los hombres. Pues son como luminarias, según está dicho: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; y: No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
Si en tu casa se encendiera una lámpara, ¿no le pondrías aceite para que no se apagara? Y, si, después de ponerle aceite, la lámpara no alumbrara, no se la colocaría en el candelero, sino que inmediatamente se la tiraría. La necesidad autoriza, pues, a aceptar, y la caridad, a dar los medios necesarios para la subsistencia. Y ello no porque el Evangelio sea algo banal, como si lo recibido como medio de vida por quienes lo anuncian fuera su precio. Si así lo estuvieran vendiendo, lo estarían malvendiendo. En efecto, si el sustento de sus necesidades han de recibirlo del pueblo, el premio de su entrega es de Dios de quien tienen que aguardarlo. Pues el pueblo no puede otorgar la recompensa a quienes le sirven en la caridad del Evangelio. Éstos no aguardan su premio sino del mismo Señor de quien el pueblo espera su salvación.
Entonces, ¿por qué se increpa y acusa a aquellos pastores? Porque, mientras bebían la leche y se vestían con la lana de las ovejas, no se ocupaban de ellas. Buscaban, pues, su interés, no el de Jesucristo.
Que nadie busque su interés, sino el de Jesucristo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,6-7
Ya que hemos hablado de lo que quiere decir beberse la leche, veamos ahora lo que significa cubrirse con su lana. El que ofrece la leche ofrece el sustento, y el que ofrece la lana ofrece el honor. Éstas son las dos cosas que esperan del pueblo los que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas: la satisfacción de sus necesidades con holgura y el favor del honor y la gloria.
Desde luego, el vestido se entiende aquí como signo de honor, porque cubre la desnudez. Un hombre es un ser débil. Y, el que os preside, ¿qué es sino lo mismo que vosotros? Tiene un cuerpo, es mortal, come, duerme, se levanta; ha nacido y tendrá que morir. De manera que, si consideras lo que es en sí mismo, no es más que un hombre. Pero tú, al rodearle de honores, haces como si cubrieras lo que es de por sí bien débil.
Ved qué vestidura de esta índole había recibido el mismo Pablo del buen pueblo de Dios, cuando decía: Me recibisteis como a un mensajero de Dios. Porque hago constar en vuestro honor que, a ser posible, os habríais sacado los ojos por dármelos. Pero, habiéndosele tributado semejante honor, ¿acaso se mostró complaciente con los que andaban equivocados, como si temiera que se lo negaran y le retiraran sus alabanzas si los acusaba? De haberlo hecho así, se hubiera contado entre los que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas. En ese caso, estaría diciendo para sí: «¿A mí qué me importa? Que haga cada uno lo que quiera; mi sustento está a salvo, lo mismo que mi honor: tengo suficiente leche y lana; que cada uno tire por donde pueda». ¿Con que para ti todo está bien, si cada uno tira por donde puede? No seré yo quien te dé responsabilidad alguna, no eres más que uno de tantos. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él.
Por eso, el mismo Apóstol, al recordarles la manera que tuvieron de portarse con él, y para no dar la impresión de que se olvidaba de los honores que le habían tributado, les aseguraba que lo habían recibido como si fuera un mensajero de Dios y que, si hubiera sido ello posible, se habrían sacado los ojos para ofrecérselos a él. A pesar de lo cual, se acercó a la oveja enferma, a la oveja corrompida, para cauterizar su herida, no para ser complaciente con su corrupción. ¿Y ahora me he convertido en enemigo vuestro por ser sincero con vosotros? De modo que aceptó la leche de las ovejas y se vistió con su lana, pero no las descuidó. Porque no buscaba su interés, sino el de Jesucristo.
Sé un modelo para los fieles
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,9
Después de haber hablado el Señor de lo que estos pastores aman, habla de lo que desprecian. Son muchos los defectos de las ovejas, y las ovejas sanas y gordas son muy pocas, es decir, las que se hallan robustecidas con el alimento de la verdad, alimentándose de buenos pastos por gracia de Dios. Pues bien, aquellos malos pastores no las apacientan. No les basta con no curar a las débiles y enfermas, con no cuidarse de las errantes y perdidas. También hacen todo lo posible por acabar con las vigorosas y cebadas. A pesar de lo cual, siguen viviendo. Siguen viviendo por pura misericordia de Dios. Pero, por lo que toca a los malos pastores, no hacen sino matar. «¿Y cómo matan?», me preguntarás. Matan viviendo mal, dando mal ejemplo. Pues no en vano se le dice a aquel siervo de Dios, que destaca entre los miembros del supremo Pastor: Preséntate en todo como un modelo de buena conducta, y también: Sé un modelo para los fieles.
Porque, la mayor parte de las veces, aun la oveja sana, cuando advierte que su pastor vive mal, aparta sus ojos de los mandatos de Dios y se fija en el hombre, y comienza a decirse en el interior de su corazón: «Si quien está puesto para dirigirme vive así, ¿quién soy yo para no obrar como él obra?» Así el mal pastor mata a la oveja sana. Y, si mató a la que estaba fuerte, ¿qué va a ser lo que haga con las otras, si con el ejemplo de su vida acaba de matar a la que él no había fortalecido, sino que la había encontrado ya fuerte y robusta?
Os aseguro, hermanos queridos, que, aunque las ovejas sigan viviendo, y estén firmes en la palabra del Señor, y se atengan a lo que escucharon de sus labios: Haced lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen; sin embargo, quien vive de mala manera a los ojos del pueblo, por lo que a él se refiere, está matando a los que lo ven. Y que no se tranquilice diciéndose que la oveja no ha muerto. Es verdad que no ha muerto, pero él es un homicida. Es lo mismo que cuando un hombre lascivo mira a una mujer con mala intención: aunque ella se mantenga casta, él, en cambio, ha pecado. La palabra de Dios es verdadera e inequívoca: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior. No ha penetrado hasta su habitación, pero la ha deseado en su propia habitación interior.
Así, pues, todo aquel que vive mal a la vista de quienes son sus subordinados, por lo que a él toca, mata hasta a los fuertes. Quien lo imita muere, mientras que quien no lo imita vive. Pero él, por su parte, ha matado a ambos. Matáis las más gordas -dice el profeta- y, las ovejas, no las apacentáis.
Prepárate para las pruebas
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,10-11
Ya habéis oído lo que los malos pastores aman. Ved ahora lo que descuidan. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas, es decir, a las que sufren; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes, destrozándolas y llevándolas a la muerte. Decir que una oveja ha enfermado quiere significar que su corazón es débil, de tal manera que puede ceder ante las tentaciones en cuanto sobrevengan y la sorprendan desprevenida.
El pastor negligente, cuando recibe en la fe a alguna de estas ovejas débiles, no le dice: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente. Porque quien dice tales cosas, ya está confortando al débil, ya está fortaleciéndole, de forma que, al abrazar la fe, dejará de esperar en las prosperidades de este siglo. Ya que, si se le induce a esperar en la prosperidad, esta misma prosperidad será la que le corrompa; y, cuando sobrevengan las adversidades, lo derribarán y hasta acabarán con él.
Así, pues, el que de esa manera lo edifica, no lo edifica sobre piedra, sino sobre arena. Y la roca era Cristo. Los cristianos tienen que imitar los sufrimientos de Cristo, y no tratar de alcanzar los placeres. Se conforta a un pusilánime cuando se le dice: «Aguarda las tentaciones de este siglo, que de todas ellas te librará el Señor, si tu corazón no se aparta lejos de él. Porque precisamente para fortalecer tu corazón vino él a sufrir, vino él a morir, a ser escupido y coronado de espinas, a escuchar oprobios, a ser, por último, clavado en una cruz. Todo esto lo hizo él por ti, mientras que tú no has sido capaz de hacer nada, no ya por él, sino por ti mismo».
¿Y cómo definir a los que, por temor de escandalizar a aquellos a los que se dirigen, no sólo no los preparan para las tentaciones inminentes, sino que incluso les prometen la felicidad en este mundo, siendo así que Dios mismo no la prometió? Dios predice al mismo mundo que vendrán sobre él trabajos y más trabajos hasta el final, ¿y quieres tú que el cristiano se vea libre de ellos? Precisamente por ser cristiano tendrá que pasar más trabajos en este mundo.
Lo dice el Apóstol: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo será perseguido. Y tú, pastor que tratas de buscar tu interés en vez del de Cristo, por más que aquél diga: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo será perseguido, tú insistes en decir: «Si vives piadosamente en Cristo, abundarás en toda clase de bienes. Y, si no tienes hijos, los engendrarás y sacarás adelante a todos, y ninguno se te morirá». ¿Es ésta tu manera de edificar? Mira lo que haces, y dónde construyes. Aquel a quien tú levantas está sobre arena. Cuando vengan las lluvias y los aguaceros, cuando sople el viento, harán fuerza sobre su casa, se derrumbará, y su ruina será total.
Sácalo de la arena, ponlo sobre la roca; aquel que tú deseas que sea cristiano, que se apoye en Cristo. Que piense en los inmerecidos tormentos de Cristo, que piense en Cristo, pagando sin pecado lo que otros cometieron, que escuche la Escritura que le dice: El Señor castiga a sus hijos preferidos. Que se prepare a ser castigado, o que renuncie a ser hijo preferido.
Ofrece el alivio de la consolación
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,11-12
El Señor, dice la Escritura, castiga a sus hijos preferidos. Y tú te atreves a decir: «Quizás seré una excepción.» Si eres una excepción en el castigo, quedarás igualmente exceptuado del número de los hijos. «¿Es cierto -preguntarás- que castiga a cualquier hijo?» Cierto que castiga a cualquier hijo, y del mismo modo que a su Hijo único. Aquel Hijo, que había nacido de la misma substancia del Padre, que era igual al Padre por su condición divina, que era la Palabra por la que había creado todas las cosas, por su misma naturaleza no era susceptible de castigo. Y, precisamente, para no quedarse sin castigo, se vistió de la carne de la especie humana. ¿Con qué va a dejar sin castigo al hijo adoptado y pecador, el mismo que no dejó sin castigo a su único Hijo inocente? El Apóstol dice que nosotros fuimos llamados a la adopción. Y recibimos la adopción de hijos para ser herederos junto con el Hijo único, para ser incluso su misma herencia: Pídemelo: te daré en herencia las naciones. En sus sufrimientos, nos dio ejemplo a todos nosotros.
Pero, para que el débil no se vea vencido por las futuras tentaciones, no se le debe engañar con falsas esperanzas, ni tampoco desmoralizarlo a fuerza de exagerar los peligros. Dile: Prepárate para las pruebas, y quizá comience a retroceder, a estremecerse de miedo, a no querer dar un paso hacia adelante. Tienes aquella otra frase: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Pues bien, prometer y anunciar las tribulaciones futuras es, efectivamente, fortalecer al débil. Y, si al que experimenta un temor excesivo, hasta el punto de sentirse aterrorizado, le prometes la misericordia de Dios, y no porque le vayan a faltar las tribulaciones, sino porque Dios no permitirá que la prueba supere sus fuerzas, eso es, efectivamente, vendar las heridas.
Los hay, en efecto, que, cuando oyen hablar de las tribulaciones venideras, se fortalecen más, y es como si se sintieran sedientos de la que ha de ser su bebida. Piensan que es poca cosa para ellos la medicina de los fieles y anhelan la gloria de los mártires. Mientras que otros, cuando oyen hablar de las tentaciones que necesariamente habrán de sobrevenirles, aquellas que no pueden menos de sobrevenirle al cristiano, aquellas que sólo quien desea ser verdaderamente cristiano puede experimentar, se sienten quebrantados y claudican ante la inminencia de semejantes situaciones.
Ofréceles el alivio de la consolación, trata de vendar sus heridas. Di: «No temas, que no va a abandonarte en la prueba aquel en quien has creído. Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere tus fuerzas». No son palabras mías, sino del Apóstol, que nos dice: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí. Cuando oyes estas cosas, estás oyendo al mismo Cristo, estás oyendo al mismo pastor que apacienta a Israel. Pues a él le fue dicho: Nos diste a beber lágrimas, pero con medida. De modo que el salmista, al decir con medida, viene a decir lo mismo que el Apóstol: No permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Sólo que tú no has de rechazar al que te corrige y te exhorta, te atemoriza y te consuela, te hiere y te sana.
Los cristianos débiles
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,13
No fortalecéis a las ovejas débiles, dice el Señor. Se lo dice a los malos pastores, a los pastores falsos, a los pastores que buscan su interés y no el de Jesucristo, que se aprovechan de la leche y la lana de las ovejas, mientras que no se preocupan de ellas ni piensan en fortalecer su mala salud. Pues me parece que hay alguna diferencia entre estar débil, o sea, no firme -ya que son débiles los que padecen alguna enfermedad-, y estar propiamente enfermo, o sea, con mala salud.
Desde luego que estas ideas que nos estamos esforzando por distinguir las podríamos precisar, por nuestra parte, con mayor diligencia, y por supuesto que lo haría mejor cualquier otro que supiera más o fuera más fervoroso; pero, de momento, y para que no os sintáis defraudados, voy a deciros lo que siento, como comentario a las palabras de la Escritura. Es muy de temer que al que se encuentra débil no le sobrevenga una tentación y le desmorone. Por su parte, el que está enfermo es ya esclavo de algún deseo que le está impidiendo entrar por el camino de Dios y someterse al yugo de Cristo.
Pensad en esos hombres que quieren vivir bien, que han determinado ya vivir bien, pero que no se hallan tan dispuestos a sufrir males, como están preparados a obrar el bien. Sin embargo, la buena salud de un cristiano le debe llevar no sólo a realizar el bien, sino también a soportar el mal. De manera que aquellos que dan la impresión de fervor en las buenas obras, pero que no se hallan dispuestos o no son capaces de sufrir los males que se les echan encima, son en realidad débiles. Y aquellos que aman el mundo y que por algún mal deseo se alejan de las buenas obras, éstos están delicados y enfermos, puesto que, por obra de su misma enfermedad, y como si se hallaran sin fuerza alguna, son incapaces de ninguna obra buena.
En tal disposición interior se encontraba aquel paralítico al que, como sus portadores no podían introducirle ante la presencia del Señor, hicieron un agujero en el techo, y por allí lo descolgaron. Es decir, para conseguir lo mismo en lo espiritual, tienes que abrir efectivamente el techo y poner en la presencia del Señor el alma paralítica, privada de la movilidad de sus miembros y desprovista de cualquier obra buena, gravada además por sus pecados y languideciendo a causa del morbo de su concupiscencia. Si, efectivamente, se ha alterado el uso de todos sus miembros y hay una auténtica parálisis interior, si es que quieres llegar hasta el médico -quizás el médico se halla oculto, dentro de ti: este sentido verdadero se halla oculto en la Escritura-, tienes que abrir el techo y depositar en presencia del Señor al paralítico, dejando a la vista lo que está oculto.
En cuanto a los que no hacen nada de esto y descuidan hacerlo, ya habéis oído las palabras que les dirige el Señor: No curáis a las enfermas, ni vendáis sus heridas; ya lo hemos comentado. Se hallaba herida por el miedo a la prueba. Había algo para vendar aquella herida; estaba aquel consuelo: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida.
Insiste a tiempo y a destiempo
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,14-15
No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. En este mundo andamos siempre entre las manos de los ladrones y los dientes de los lobos feroces y, a causa de estos peligros nuestros, os rogamos que oréis. Además, las ovejas son obstinadas. Cuando se extravían y las buscamos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros: «¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?» Como si el hecho de que anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras de ellas y las busquemos. «Si ando errante -dicen-, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿Para qué me buscas?» Te quiero hacer volver precisamente porque andas extraviada; quiero encontrarte porque te has perdido.
«¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi perdición!» ¿De veras así quieres extraviarte, así quieres perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno. Oigo al Apóstol que dice: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo. ¿A quiénes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quienes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: «Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no quiero.» Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo. Si yo lo quisiera, escucha lo que dice, escucha su increpación: No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo.
De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y, aunque en mi búsqueda me desgarren las zarzas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los escondrijos, no dejaré de indagar en todas las matas; mientras el Señor a quien temo me dé fuerzas, andaré de un lado a otro sin cesar. Llamaré mil veces a la errante, buscaré a la que se halla a punto de perecer. Si no quieres que sufra, no te alejes, no te expongas a la perdición. No tiene importancia lo que yo sufra por tus extravíos y tus riesgos. Lo que temo es llegar a matar a la oveja sana, si te descuido a ti. Pues oye lo que se dice a continuación: Matáis las ovejas más gordas. Si echo en olvido a la que se extravía y se expone a la perdición, la que está sana sentirá también la tentación de extraviarse y de ponerse en peligro de perecer.
La Iglesia, como una vid que crece y se difunde por doquier
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,18-19
Mis ovejas se desperdigaron y vagaron sin rumbo por montes y altos cerros; mis ovejas se dispersaron por toda la tierra. ¿Qué quiere decir: Se dispersaron por toda la tierra? Son las ovejas que apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el mundo estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo. Por toda la tierra, porque se trata del amor de los bienes de la tierra, y de ovejas que andan errantes por toda la superficie de la tierra. Se encuentran en distintos sitios; pero la soberbia las engendró a todas como única madre, de la misma manera que nuestra única madre, la Iglesia católica, concibió a todos los fieles cristianos esparcidos por el mundo entero.
No tiene, por tanto, nada de sorprendente que la soberbia engendre división, del mismo modo que la caridad engendra la unidad. Sin embargo, es la misma madre católica y el pastor que mora en ella quienes buscan a los descarriados, fortalecen a los débiles, curan a los enfermos y vendan a los heridos, por medio de diversos pastores, aunque unos y otros no se conozcan entre sí. Pero ella sí que los conoce a todos, puesto que con todos está identificada.
Efectivamente, la Iglesia es como una vid que crece y se difunde por doquier; mientras que las ovejas descarriadas son como sarmientos inútiles, cortados a causa de su esterilidad por la hoz del labrador, no para destruir la vid, sino para purificarla. Los sarmientos aquellos, allí donde fueron podados, allí se quedan. La vid, en cambio, sigue creciendo por todas partes, sin ignorar ni uno solo de los sarmientos que permanecen en ella, de los que junto a ella quedaron podados.
Por eso, precisamente, sigue llamando a los alejados, ya que el Apóstol dice de las ramas arrancadas: Dios tiene poder para injertarlos de nuevo. Lo mismo si te refieres a las ovejas que se alejaron del rebaño, que si piensas en las ramas arrancadas de la vid, Dios no es menos capaz de volver a llamar a las unas y de volver a injertar a las otras, porque él es el supremo pastor, el verdadero labrador. Mis ovejas se dispersaron por toda la tierra, sin que nadie, de aquellos malos pastores, las buscase siguiendo su rastro.
Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor: ¡Lo juro por mi vida! -oráculo del Señor-. Fijaos cómo comienza. Es como si Dios jurase con el testimonio de su vida. ¡Lo juro por mi vida! -oráculo del Señor-. Los pastores murieron, pero las ovejas están seguras, porque el Señor vive. Por mi vida -oráculo del Señor-. ¿Y quiénes son los pastores que han muerto? Los que buscaban su interés y no el de Cristo. ¿Pero es que llegará a haber y se podrá encontrar pastores que no busquen su propio interés, sino el de Cristo? Los habrá sin duda, se los encontrará con seguridad, ni faltan ni faltarán.
Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que hacen
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,20-21
Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor. ¿Pero qué es lo que tienen que escuchar? Esto dice el Señor: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas».
Oíd y aprended, ovejas de Dios: Dios reclama sus ovejas a los malos pastores y los culpa de su muerte. Pues, por boca del mismo profeta, dice en otra ocasión: A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero, si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.
¿Qué significa esto, hermanos? ¿Os dais cuenta lo peligroso que puede resultar callarse? El malvado muere, y muere con razón; muere en su pecado y en su impiedad; pero lo ha matado la negligencia del mal pastor. Pues podría haber encontrado al pastor que vive y que dice: Por mi vida, oráculo del Señor; pero, como fue negligente el que recibió el encargo de amonestarlo y no lo hizo, él morirá con razón, y con razón se condenará el otro. En cambio, como dice el texto sagrado: «Si advirtieses al impío, al que yo hubiese amenazado con la muerte: Eres reo de muerte, y él no se preocupa de evitar la espada amenazadora, y viene la espada y acaba con él, él morirá en su pecado, y tú, en cambio, habrás salvado tu alma». Por eso precisamente, a nosotros nos toca no callarnos; mas vosotros, en el caso de que nos callemos, no dejéis de escuchar las palabras del Pastor en las sagradas Escrituras.
Veamos, pues, ahora, ya que así lo había yo propuesto, si va a quitarles las ovejas a los malos pastores y a dárselas a los buenos. Y veo, efectivamente, que se las quita a los malos. Esto es lo que dice: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas. Porque, cuando digo que apacienten a mis ovejas, se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas. Los quitaré de pastores de mis ovejas».
¿Y cómo se las quita, para que no las apacienten? Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que hacen. Como si dijera: «Dicen mis cosas, pero hacen las suyas». Cuando no hacéis lo que hacen los malos pastores, no son ellos los que os apacientan; cuando, en cambio, hacéis lo que os dicen, soy yo vuestro pastor.
Apacentaré a mis ovejas en ricos pastizales
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 7 46,24-25.27
Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel. Compara a los autores de las sagradas Escrituras con los montes de Israel. En ellas habéis de apacentaos para pacer con seguridad. Saboread bien cuanto en ellas oigáis; rechazad cuanto venga de fuera. Para no extraviaros en la tiniebla, escuchad la voz del pastor. Recogeos en los montes de la sagrada Escritura. En ella se encuentran las delicias de vuestro corazón, en ella no hay nada venenoso, nada extraño; son pastos ubérrimos. Lo único que tenéis que hacer, las que estáis sanas, es acudir a apacentaros en los montes de Israel.
En las cañadas y en los poblados del país. Porque de los montes, de los que hemos hablado, manaron los ríos de la predicación evangélica, ya que a toda la tierra alcanza su pregón, y la tierra entera se volvió abundante, fecunda, para pasto de las ovejas.
Las apacentaré en ricos pastizales, tendrán sus dehesas en los montes más altos de Israel, o sea, donde puedan descansar y decir: «Se está bien»; donde digan: «Es verdad, está claro, no nos han engañado.» Descansarán en la gloria de Dios, como si fueran sus dehesas. Se recostarán, es decir, descansarán, en fértiles dehesas.
Y pastarán pastos jugosos en los montes de Israel. Ya hablé de los montes de Israel, de los buenos montes a los que levantamos nuestros ojos para que desde ellos descienda sobre nosotros el auxilio. Pero nuestro auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Por eso, para que nuestra esperanza no se detuviese en los montes, por buenos que fueran, después de decir: Apacentaré a mis ovejas en los montes de Israel, añadió en seguida, para que no te quedases en los montes: Yo mismo apacentaré mis ovejas. Levanta tus ojos hacia los montes, de donde habrá de venir tu auxilio, pero escúchale decir: Yo mismo las apacentaré. Porque tu auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Y concluye así: Y las apacentaré como es debido. Es el único que las apacienta, y que las apacienta como es debido. ¿Qué hombre puede juzgar debidamente a otro hombre? No hay por todas partes más que juicios temerarios. Aquel del que desesperábamos cambia de repente y se convierte en el mejor. Aquel, por el contrario, del que tanto esperábamos falla súbitamente y se vuelve el peor. Ni nuestro temor ni nuestro amor son siempre acertados.
Lo que hoy es cada uno, apenas si uno mismo lo sabe. Aunque, en definitiva, puede llegar a saberlo. Pero, lo que va a ser mañana, ni uno mismo lo sabe. Aquél, en cambio, apacienta a sus ovejas como es debido, dándoles a cada una lo suyo; esto a éstas, aquello a aquéllas, pero siempre a cada una lo que es debido, pues sabe lo que hace. Apacienta como es debido a los que redimió después de haberlos juzgado. Eso es lo que quiere decir que los apacienta como es debido.
Todos los buenos pastores se identifican con el único pastor
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón sobre los pastores 46,29-30
Cristo apacienta a sus ovejas debidamente, discierne a las que son suyas de las que no lo son. Mis ovejas escuchan mi voz - dice- y me siguen.
En estas palabras descubro que todos los buenos pastores se identifican con este único pastor. No es que falten buenos pastores, pero todos son como los miembros del único pastor. Si hubiera muchos pastores, habría división, y, porque aquí se recomienda la unidad, se habla de un único pastor. Si se silencian los diversos pastores y se habla de un único pastor, no es porque el Señor no encontrara a quien encomendar el cuidado de sus ovejas, pues cuando encontró a Pedro las puso bajo su cuidado. Pero incluso en el mismo Pedro el Señor recomendó la unidad. Eran muchos los apóstoles, pero sólo a Pedro se le dice: Apacienta mis ovejas. Dios no quiera que falten nunca buenos pastores, Dios no quiera que lleguemos a vernos faltos de ellos; ojalá no deje el Señor de suscitarlos y consagrarlos.
Ciertamente que, si existen buenas ovejas, habrá también buenos pastores, pues de entre las buenas ovejas salen los buenos pastores. Pero hay que decir que todos los buenos pastores son, en realidad, como miembros del único pastor y forman una sola cosa con él. Cuando ellos apacientan, es Cristo quien apacienta. Los amigos del esposo no pretenden hacer oír su propia voz, sino que se complacen en que se oiga la voz del esposo. Por esto, cuando ellos apacientan, es el Señor quien apacienta; aquel Señor que puede decir por esta razón: «Yo mismo apaciento», porque la voz y la caridad de los pastores son la voz y la caridad del mismo Señor. Ésta es la razón por la que quiso que también Pedro, a quien encomendó sus propias ovejas como a un semejante, fuera una sola cosa con él: así pudo entregarle el cuidado de su propio rebaño, siendo Cristo la cabeza y Pedro como el símbolo de la Iglesia que es su cuerpo; de esta manera, fueron dos en una sola carne, a semejanza de lo que son el esposo y la esposa.
Así, pues, para poder encomendar a Pedro sus ovejas, sin que con ello pareciera que las ovejas quedaban encomendadas a otro pastor distinto de sí mismo, el Señor le pregunta: «Pedro, ¿me amas?» Él respondió: «Te amo». Y le dice por segunda vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Y le pregunta aun por tercera vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Quería fortalecer el amor para reforzar así la unidad. De este modo, el que es único apacienta a través de muchos, y los que son muchos apacientan formando parte del que es único.
Y parece que no se habla de los pastores, pero sí se habla. Los pastores pueden gloriarse, pero el que se gloría que se gloríe del Señor. Esto es hacer que Cristo sea el pastor, esto es apacentar para Cristo, esto es apacentar en Cristo, y no tratar de apacentarse a sí mismo al margen de Cristo. No fue por falta de pastores -como anunció el profeta que ocurriría en futuros tiempos de desgracia- que el Señor dijo: Yo mismo apacentaré a mis ovejas, como si dijera: «No tengo a quien encomendarlas». Porque, cuando todavía Pedro y los demás apóstoles vivían en este mundo, aquel que es el único pastor, en el que todos los pastores son uno, dijo: Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.
Que todos se identifiquen con el único pastor y hagan oír la única voz del pastor, para que la oigan las ovejas y sigan al único pastor, y no a éste o a aquél, sino al único. Y que todos en él hagan oír la misma voz, y que no tenga cada uno su propia voz: Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Que las ovejas oigan esta voz, limpia de toda división y purificada de toda herejía, y que sigan a su pastor, que les dice: Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen.
Que nuestro deseo de la vida eterna se ejercite en la oración
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Carta a Proba 130,8,15.17- 9,18
¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no procedan con rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo? En aquella morada, los días no consisten en el empezar y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un día significa el fin del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y ninguno se termina allí donde ni la vida ni sus días tienen fin.
Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades aun antes de que se las expongamos.
Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso, se nos dice: Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.
Cuanto más fielmente creemos, más firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo; se trata de un don realmente inmenso, tanto, que ni el ojo vio, pues no se trata de un color; ni el oído oyó, pues no es ningún sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya que es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para alcanzarlo.
Así, pues, constantemente oramos por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un deseo ininterrumpido. Pero, además, en determinados días y horas, oramos a Dios también con palabras, para que, amonestándonos a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vayamos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto mayor, cuanto más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido. Por tanto, aquello que nos dice el Apóstol: Sed constantes en orar, ¿qué otra cosa puede significar sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?
Debemos, en ciertos momentos, amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Carta a Proba 130,9,18- 10,20
Deseemos siempre la vida dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, debemos, en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen de él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal, no fuese caso que si nuestro deseo empezó a entibiarse llegara a quedar totalmente frío y, al no renovar con frecuencia el fervor, acabara por extinguirse del todo.
Por eso, cuando dice el Apóstol: Vuestras peticiones sean presentadas a Dios, no hay que entender estas palabras como si se tratara de descubrir a Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce, aun antes de que se las formulemos; estas palabras significan, mas bien, que debemos descubrir nuestras peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios, perseverando en la oración, sin mostrarlas ante los hombres por vanagloria de nuestras plegarias.
Como esto sea así, aunque ya en el cumplimiento de nuestros deberes, como dijimos, hemos de orar siempre con el deseo, no puede considerarse inútil y vituperable el entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Un cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa el efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en oración y que oró largamente; con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al orar oportunamente en el tiempo, aquel mismo que con el Padre, oye nuestra oración en la eternidad?
Se dice que los monjes de Egipto hacen frecuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es tan sumamente necesaria en la oración, se mantenga vigilante y despierta y no se fatigue ni se embote con la prolijidad de las palabras. Con esto nos enseñan claramente que así como no hay que forzar la atención cuando no logra mantenerse despierta, así tampoco hay que interrumpirla cuando puede continuar orando.
Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas.
Sobre la oración dominical
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Carta a Proba 130,11,21-12,22
A nosotros, cuando oramos, nos son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos descubren lo que debemos pedir; pero lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que necesitamos o para forzarlo a concedérnoslo.
Por tanto, al decir: Santificado sea tu nombre, nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos; lo cual, ciertamente, redunda en bien de los mismos hombres y no en bien de Dios.
Y, cuando añadimos: Venga a nosotros tu reino, lo que pedimos es que crezca nuestro deseo de que este reino llegue a nosotros y de que nosotros podamos reinar en él, pues el reino de Dios vendrá ciertamente, lo queramos o no.
Cuando decimos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos que el Señor nos otorgue la virtud de la obediencia, para que así cumplamos su voluntad como la cumplen sus ángeles en el cielo.
Cuando decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, con el hoy queremos significar el tiempo presente, para el cual, al pedir el alimento principal, pedimos ya lo suficiente, pues con la palabra pan significamos todo cuanto necesitamos, incluso el sacramento de los fieles, el cual nos es necesario en esta vida temporal, aunque no sea para alimentarla, sino para conseguir la vida eterna.
Cuando decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, nos obligamos a pensar tanto en lo que pedimos como en lo que debemos hacer, no sea que seamos indignos de alcanzar aquello por lo que oramos.
Cuando decimos: No nos dejes caer en la tentación, nos exhortamos a pedir la ayuda de Dios, no sea que, privados de ella, nos sobrevenga la tentación y consintamos ante la seducción o cedamos ante la aflicción.
Cuando decimos: Líbranos del mal, recapacitamos que aún no estamos en aquel sumo bien en donde no será posible que nos sobrevenga mal alguno. Y estas últimas palabras de la oración dominical abarcan tanto, que el cristiano, sea cual fuere la tribulación en que se encuentre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabras con que empezar su oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar dicha oración. Es, pues, muy conveniente valerse de estas palabras para grabar en nuestra memoria todas estas realidades.
Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente. Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les conviene orar con una oración espiritual.
No sabemos pedir lo que nos conviene
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Carta a Proba 130,14,25-26
Quizá me preguntes aún por qué razón dijo el Apóstol que no sabemos pedir lo que nos conviene, siendo así que podemos pensar que tanto el mismo Pablo como aquellos a quienes él se dirigía conocían la oración dominical.
Porque el Apóstol experimentó seguramente su incapacidad de orar como conviene, por eso quiso manifestarnos su ignorancia; en efecto, cuando, en medio de la sublimidad de sus revelaciones, le fue dado el aguijón de su carne, el ángel de Satanás que lo apaleaba, desconociendo la manera conveniente de orar, Pablo pidió tres veces al Señor que lo librara de esta aflicción. Y oyó la respuesta de Dios y el porqué no se realizaba ni era conveniente que se realizase lo que pedía un hombre tan santo: Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad.
Ciertamente, en aquellas tribulaciones que pueden ocasionarnos provecho o daño no sabemos cómo debemos orar; pues como dichas tribulaciones nos resultan duras y molestas y van contra nuestra débil naturaleza, todos coincidimos naturalmente en pedir que se alejen de nosotros. Pero, por el amor que nuestro Dios y Señor nos tiene, no debemos pensar que si no aparta de nosotros aquellos contratiempos es porque nos olvida; sino más bien, por la paciente tolerancia de estos males, esperemos obtener bienes mayores, y así la fuerza se realiza en la debilidad. Esto, en efecto, fue escrito para que nadie se enorgullezca si, cuando pide con impaciencia, es escuchado en aquello que no le conviene, y para que nadie decaiga ni desespere de la misericordia divina si su oración no es escuchada en aquello que pidió y que, posiblemente, o bien le sería causa de un mal mayor o bien ocasión de que, engreído por la prosperidad, corriera el riesgo de perderse. En tales casos, ciertamente, no sabemos pedir lo que nos conviene.
Por tanto, si algo acontece en contra de lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia y demos gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según la nuestra. De ello nos dio ejemplo aquel divino Mediador, el cual dijo en su pasión: Padre, si es posible, que pase y se aleje de mi ese cáliz, pero, con perfecta abnegación de la voluntad humana que recibió al hacerse hombre, añadió inmediatamente: Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Por lo cual, entendemos perfectamente que por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.
El Espíritu intercede por nosotros
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Carta a Proba 130,14,27-15,28
Quien pide al Señor aquella sola cosa que hemos mencionado, es decir, la vida dichosa de la gloria, y esa sola cosa busca, éste pide con seguridad y pide con certeza, y no puede temer que algo le sea obstáculo para conseguir lo que pide, pues pide aquello sin lo cual de nada le aprovecharía cualquier otra cosa que hubiera pedido, orando como conviene. Ésta es la única vida verdadera, la única vida feliz: contemplar eternamente la belleza del Señor, en la inmortalidad e incorruptibilidad del cuerpo y del espíritu. En razón de esta sola cosa, nos son necesarias todas las demás cosas; en razón de ella, pedimos oportunamente las demás cosas. Quien posea esta vida poseerá todo lo que desee, y allí nada podrá desear que no sea conveniente.
Allí está la fuente de la vida, cuya sed debemos avivar en la oración, mientras vivimos aún de esperanza. Pues ahora vivimos sin ver lo que esperamos, seguros a la sombra de las alas de aquel ante cuya presencia están todas nuestras ansias; pero tenemos la certeza de nutrirnos un día de lo sabroso de su casa y de beber del torrente de sus delicias, porque en él está la fuente viva, y su luz nos hará ver la luz; aquel día, en el cual todos nuestros deseos quedarán saciados con sus bienes y ya nada tendremos que pedir gimiendo, pues todo lo poseeremos gozando. Pero, como esta única cosa que pedimos consiste en aquella paz que sobrepasa toda inteligencia, incluso cuando en la oración pedimos esta paz, hemos de pensar que no sabemos pedir lo que nos conviene. Porque no podemos imaginar cómo sea esta paz en sí misma y, por tanto, no sabemos pedir lo que nos conviene. Cuando se nos presenta al pensamiento alguna imagen de ella, la rechazamos, la reprobamos, reconocemos que está lejos de la realidad, aunque continuamos ignorando lo que buscamos.
Pero hay en nosotros, para decirlo de algún modo, una docta ignorancia; docta, sin duda, por el Espíritu de Dios, que viene en ayuda de nuestra debilidad. En efecto, dice el Apóstol: Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Y añade a continuación: El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.
No hemos de entender estas palabras como si dijeran que el Espíritu de Dios, que en la Trinidad divina es Dios inmutable y un solo Dios con el Padre y el Hijo, orase a Dios como alguien distinto de Dios, intercediendo por los santos; si el texto dice que el Espíritu intercede por los santos, es para significar que incita a los fieles a interceder, del mismo modo que también se dice: Se trata de una prueba del Señor, vuestro Dios, para ver si lo amáis, es decir, para que vosotros conozcáis si lo amáis. El Espíritu pues, incita a los santos a que intercedan con gemidos inefables, inspirándoles el deseo de aquella realidad tan sublime que aún no conocemos, pero que esperamos ya con perseverancia. Pero ¿cómo se puede hablar cuando se desea lo que ignoramos? Ciertamente que si lo ignoráramos del todo no lo desearíamos; pero, por otro lado, si ya lo viéramos no lo desearíamos ni lo pediríamos con gemidos inefables.
En todo lugar ofrecerán incienso a mi nombre y una ofrenda pura
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Ciudad de Dios 10,6
Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Porque, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios. Esto, en efecto, forma parte de aquella misericordia que cada cual debe tener para consigo mismo, según está escrito: Ten compasión de tu alma agradando a Dios.
Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, sólo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices (cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: Para mí lo bueno es estar junto a Dios), resulta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la congregación o asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, tomando la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos a ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma de esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.
Por esto, nos exhorta el Apóstol a que ofrezcamos nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable, y a que no nos conformemos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu. Y para probar cuál es la voluntad de Dios y cuál el bien y el beneplácito y la perfección, ya que todo este sacrificio somos nosotros, dice: Por la gracia de Dios que me ha sido dada os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno. Pues así como nuestro cuerpo, en unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.
Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de muchos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este misterio es celebrado también por la Iglesia en el sacramento del altar, del todo familiar a los fieles, donde se demuestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.